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Xuna: un viaje al corazón del sabor mexicano



Hay lugares que no se visitan: se viven. Xuna es uno de ellos.

Ubicado dentro de Casa Izel —una casona histórica estilo Liberty, construida a principios del siglo XX en la Roma Norte—, este restaurante se siente como un refugio.

Luces tenues sobre una decoración discreta, sobria; doble altura que da una sensación de respiro y expansión y música que consigue que olvides que afuera se están moviendo más de 20 millones de personas.

La esencia de Xuna

Xuna significa Gran Señora, y el nombre encierra su espíritu. El chef Jonatán Gómez Luna, con dos estrellas Michelin, conduce esta orquesta culinaria.

Su primera distinción la obtuvo con Le Chique, pionero de la alta cocina mexicana contemporánea. En 2025 recibió el Premio al Chef Mentor de la Guía MICHELIN México, un reconocimiento a su legado y a su papel formador en el Colectivo Gastronómico Xcaret.



“Los chefs somos opciones, y cada uno debe construir su propia casa para convertirse en una opción”, dijo Jonatán en alguna ocasión.

Xuna es esa casa donde deja en claro su declaración de principios: creaciones modernas que honran la riqueza y la diversidad de México. Una fusión de técnicas ancestrales con una mirada audaz y contemporánea.

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El arte del fine dining

Fine dining no es lujo; es precisión. Es la suma de gestos minúsculos, una coreografía silenciosa donde nada se improvisa.

En Xuna, cada elemento —luz, temperatura, sonido, ritmo del servicio, mobiliario— forma parte de un lenguaje común. Los meseros no interrumpen: acompañan. Uriel, uno de ellos, conduce al comensal con discreción y calidez. Explica con naturalidad el porqué detrás de cada técnica e ingrediente.

El sommelier, Mauricio, habla con la serenidad y la determinación de quien ha saboreado el mundo en una copa y está ávido de compartir ese universo.

Para sorprender, lleva a la mesa un Crémant d’Alsace Extra, espumoso francés elaborado bajo los estándares del champagne, en el pequeño pueblo de Eguisheim.

Fermentado con levaduras autóctonas y criado en acero inoxidable, refleja el alma arcillosa del suelo alsaciano. “Solo unas treinta familias lo producen —cuenta—, y no hay dos añadas iguales”. Este espumoso acompañará las tres entradas.

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El recorrido sensorial

El menú Nuestra Tradición se despliega en seis tiempos y se marida con cuatro copas.

El inicio vuela la cabeza: la margarita floral, una esfera que encapsula un cóctel en miniatura. Por fuera, manteca de cacao con lima y flores de saúco; por dentro, tequila, Saint Germain y cítricos. Se rompe en boca con un estallido aromático que sorprende.

Luego llegan los quelites con tartar de hamachi y macha marina, un encuentro entre la frescura del mar y la tierra mexicana, donde la untuosidad del pescado se equilibra con la acidez de los verdes y la profundidad salina de la macha.

Después, un crujiente de maíz, huitlacoche y trufa: un bocado breve y poderoso, en el que el aroma terroso del hongo y la elegancia de la trufa se funden con el maíz.

Después llega la sopa de natas, reinterpretación de un clásico del restaurante Nico’s. Este es un homenaje de Jonatán al gran chef Gerardo Vázquez Lugo, su gran amigo.

Sobre una exquisita vajilla descansan finas tejas de nata entrelazadas que ocultan tres esponjosos: de chile poblano, jitomate y yogur griego. Bajo cada oblea se despliega un sabor: ácido, lácteo, vegetal.

Y entonces llegan los platillos mayores

La lengua, cocinada durante 24 horas a 72 grados Celsius, se presenta sobre una cama de papa confitada a la parrilla, terminada al estilo mil hojas. A su lado, un corte de cebolla con chile güero, que aporta una nota punzante. Todo se cubre con mole negro, el más noble de los siete moles madre oaxaqueños.

El mole negro es una joya: su preparación exige tiempo, fuego y respeto. En él conviven más de treinta ingredientes —chiles, semillas, especias, —, cada uno tostado y molido en un orden exacto.

El mole de Xuna es equilibrado, suntuoso, y se acompaña con tortilla perfumada con hoja santa, detalle que eleva la experiencia.

El otro fuerte, un New York USDA, es una lección de precisión. La carne, tierna y brillante, se acompaña de poro asado al carbón con polvo de cebolla tatemada, un puré de berenjena y un papel de recado negro, una joya de la cocina maya que nace del molido de especias con elementos aromáticos.

Todo el plato se baña con chichilo negro, un mole ancestral oaxaqueño que toma su color y profundidad del chile chilhuacle negro, un fruto escaso y codiciado.

El chilhuacle solo se cultiva una vez al año en San Juan Bautista Cuicatlán, un pequeño valle de Oaxaca. Cada kilo puede costar más de tres mil pesos, no por moda sino por rareza: apenas unas cuantas familias lo siembran.

El mundo dulce

El paso al postre es casi una escena teatral. Todo comienza con un delicado recipiente lleno de flores coloridas; el mesero añade unas gotas de esencia de violetas y el aire se llena de un delicado y aromático humo blanco y es entonces cuando llegan los postres: impecables, tan bellos como deliciosos.

La Nube Floral luce como una escultura de aire y azúcar: base cítrica con cour de limón, helado de violetas, toffee salado y una esfera de caramelo rellena de yogur griego.

“Rompe la esfera, pero no mezcles —se sugiere—, indaga con la cuchara hasta el fondo”. Cada capa revela un matiz distinto.

Mauricio eleva el sabor de este platillo con un Riesling de la región alemana de Mosel, proveniente de la bodega Maximin Grünhaus Herrenberg, propiedad de la familia Von Schubert desde 1882. Estos viñedos, revela el sommelier, existen desde tiempos romanos.

El segundo postre es espectacular

Pues une dos elementos invaluables de la cultura mexicana: el cacao, otrora moneda de cambio, y la vainilla o ixtlilxóchitl (flor negra), orquídea endémica de México que se ha cultivado desde tiempos prehispánicos en la región Totonaca del norte de Veracruz y Puebla.

Este plato dulce, llamado No todo lo que brilla es oro, es el consentido del chef Jonatán.

Tres texturas de cacao —oscuro, blanco y de petate— se entrelazan con un helado de vainilla mexicana perfumado con haba tonka, escasa y costosa vaina amazónica que aporta notas parecidas a la canela y a la almendra.

No todo lo que brilla es oro se marida con un vino fortificado mexicano de curioso nombre: No te soporto. Cada año solo se lanzan 220 botellas.

“Es un vino que no se filtra ni se trasiega —explica Mauricio—, para que no pierdas sus características organolépticas”, cuenta, y agrega que en esa bodega artesanal las moscas son un termómetro natural: “cuando vuelan alto, el orujo está listo”. Esa historia, mitad ciencia mitad instinto, resume la esencia del sommelier: un buscador de rarezas que solo sirve lo que tiene alma.

Más que una cena

Xuna tiene apenas año y medio de vida, pero parece un clásico. Todo fluye con una naturalidad que solo se logra con obsesión. Nada se improvisa, pero nada se siente rígido. El servicio es atento, los tiempos precisos, las pausas exactas.

Aquí se vive lo que en realidad es el fine dining. No es frivolidad, es respeto. Respeto al producto, al oficio, al comensal. Es una pausa en la prisa cotidiana para volver a mirar, oler y probar con todos los sentidos.

El eco de la Gran Señora

La cena termina y el murmullo del restaurante baja. Mauricio despide con una sonrisa; Uriel te acerca tu sombrilla. Afuera, la Roma sigue vibrando, pero dentro de Casa Izel queda la sensación de haber vivido algo que trasciende la comida.

Xuna deja un eco sutil, como el perfume de un mole que sigue en la memoria, como una melodía que no deja de girar en la cabeza. Porque hay lugares que se vuelven parte de uno.

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Eliesheva Ramos

Como periodista tengo la misión, parafraseando al intelectual español Julio Anguita, de perturbar, de agitar el cerebro, de mover las conciencias. Para lograr esos objetivos me aferro al abecedario como otros se aferran al escapulario.

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