Muy cerca de La Marquesa, entre las nieblas de un bosque templado que se resiste a desaparecer, nace un proyecto insólito. No es una urbanización más. Es una nueva forma de habitar el mundo.
Se llama Reserva Santa Fe, y su visión no solo honra la naturaleza, sino que busca restituirle lo que durante siglos le hemos quitado.
Su corazón late al ritmo de un bosque en peligro, donde pronto vivirán 500 familias comprometidas con un estilo de vida que privilegia el ser sobre el tener.
Martín Gutiérrez Lacayo, director de sostenibilidad del proyecto, lo resume con claridad: “Esto no es un desarrollo, es una reconciliación con la naturaleza, con las comunidades originarias, con nuestra propia salud”.
Aquí no se tumban árboles para abrir paso al concreto. Al contrario: por cada hectárea intervenida, se protegen dos más. La meta no es “no dañar”, sino regenerar, sanar, resignificar.
Es el primer desarrollo generativo de América Latina, avalado por el International Living Future Institute, con estándares que colocan a esta comunidad como única en su tipo en el mundo.
Y como aseguran sus creadores, están más que dispuestos a compartir el know-how con quien quiera replicarlo, incluso con la competencia. Lo importante, dicen, es que el modelo se expanda.
Las casas, por ejemplo, no están conectadas al sistema Cutzamala ni a la red de la CFE. Cada una capta agua de lluvia, la potabiliza, la reutiliza. Cada edificio produce su propia energía mediante paneles solares y baterías que le dan autonomía hasta por una semana.
Los caminos están diseñados para caminar o pedalear, y los autos, en todo caso, se estacionan lejos de la vista. El silencio, aquí, se considera un lujo que debe protegerse.
Pero Reserva Santa Fe es más que ecología. Es también historia viva: en este terreno se encuentra un santuario otomí-mazahua, donde desde 1821 se venera a la Virgen de los Remedios.
El sitio sigue activo gracias a un acuerdo firmado entre los desarrolladores y los guardianes del lugar, que incluye conservar el culto y el bosque a perpetuidad. Es un espacio ecuménico, donde cualquiera puede ir a contemplar, meditar o simplemente sentir el pulso de la tierra.
Martín Gutiérrez Lacayo lo cuenta con emoción: “Este lugar tiene una energía única. No vinimos a expulsar a nadie ni a imponer nada. Nos asociamos con los ejidatarios. Ellos siguen siendo dueños del terreno. Aquí todos ganamos, todos decidimos”.
Incluso la construcción misma está pensada desde la salud humana. No se utiliza PVC, teflón ni otros materiales potencialmente cancerígenos.
La cadena de suministro es local: el 90% de los materiales proviene de menos de 50 kilómetros a la redonda. Se privilegia a los trabajadores de las comunidades vecinas. Todo está medido, trazado, pensado.
Y aunque suene increíble, ya hay patos, ajolotes y plantas nativas que han vuelto a poblar los lagos y humedales regenerados. La vida está regresando. Porque cuando se le da espacio, la naturaleza responde.
Y como cada año desde hace nueve, en mayo se realizó la carrera Eat & Run, un evento que une a los futuros habitantes, aunque está abierta al público, en un recorrido por los senderos del bosque, a más de 3,000 metros sobre el nivel del mar.
No es una competencia, es una celebración. Una bienvenida al tipo de comunidad que aquí se quiere formar.
Tras la corrida o la caminata por estos bosques protegidos se disfruta de un brunch muy merecido.
La convocatoria a esta carrera se lanza en las redes sociales de Reserva Santa Fe.
Los primeros habitantes llegarán en junio. Serán los pioneros de algo más grande que un conjunto de casas: una nueva forma de vida en un espacio sagrado, resiliente y regenerativo.
Y eso, en tiempos como los nuestros, es un verdadero milagro.
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