El colapso urbano causado por las lluvias del 2 de junio en la Ciudad de México y el Estado de México no fue resultado de una “tromba”, sino una consecuencia previsible de un patrón climático intensificado por la expansión urbana.
Así lo afirma la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), que desde hace años ha alertado sobre los impactos del cambio climático en las áreas metropolitanas densamente pobladas.
Ese día, en cuestión de pocas horas, cayeron más de 10 millones de metros cúbicos de agua -equivalente a la capacidad de una presa-, lo que sobrepasó la capacidad de desagüe, provocando más de 50 inundaciones graves, afectando a más de 600 viviendas y dejando fuera de servicio la Línea A del Metro por varias horas.
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Investigaciones del Instituto de Ciencias de la Atmósfera y Cambio Climático, el Instituto de Ingeniería y el Instituto de Geofísica han confirmado que la frecuencia de precipitaciones extremas está en aumento, impulsada por el cambio climático local y el crecimiento desordenado de la urbanización.
En zonas metropolitanas como la del Valle de México, el fenómeno de la isla de calor urbana puede elevar la temperatura local hasta 10 grados Celsius más que en las áreas rurales circundantes.
Este diferencial térmico altera la dinámica atmosférica, aumentando la probabilidad de lluvias más intensas, breves y destructivas.
A esto se suma la pérdida de áreas verdes -que disminuyeron un 12% entre 2003 y 2006 en la capital- y la reducción de cuerpos de agua superficiales, lo que ha mermado la capacidad natural del suelo para infiltrar agua.
Ante este escenario, diversas entidades de la UNAM han implementado protocolos institucionales para enfrentar emergencias climáticas.
Estos protocolos incluyen medidas preventivas como la limpieza periódica de sistemas de drenaje, capacitación de brigadistas, simulacros de evacuación y la instalación de señalización en rutas de emergencia. Además, se mantiene una estrecha coordinación con Protección Civil, bomberos y servicios médicos.
Aunque inicialmente diseñados para la comunidad universitaria, estos protocolos pueden adoptarse en otras instituciones públicas y privadas como un modelo de gestión integral del riesgo.
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