En un grabado de no más de 13 por 18 centímetros, el genial José Guadalupe Posada plasmó la esencia del pulque, que de ser sagrado y tema de interés de Adolf Hitler, se convirtió en un líquido vilipendiado por el propio gobierno mexicano, aunque alguna vez se le consideró bebida nacional.
Dicha obra muestra lo que tal vez pocos saben: que infinidad de pulquerías eran recintos lujosos cuyos dependientes iban ataviados con sombreros bordados con oro y despachaban su producto en vasos de cristal de Bohemia, entre paredes forradas de tafeta de seda. Además, eran lugares democráticos.
Allí convivía el hacendado con el aguador —oficio destinado a personas con poco poder económico— y el lagartijo, sobrenombre que se le daba a la aristocracia porfiriana.
En dichos establecimientos tampoco se discriminaba por género o edad. La estampa a la que nos referimos muestra a un jovencito junto a una pareja de la clase media y a un par de chiquillos que esperan que les llenen su jarra de pulque para llevarla a casa. “No fue sino hasta la década de los 40 que separarían a hombres y mujeres”, afirma Javier Gómez Marín, director del Museo del Pulque.
En el semiseco y frío altiplano central de México crece el árbol de las maravillas: el metl o maguey pulquero. Se reproduce donde casi nada fructifica, así que ha sido una bendición desde tiempos ancestrales, pues ofrece alimento, bebida, vivienda y vestido, y tiene usos medicinales.
Sus espinas se transforman en agujas y clavos; en la cutícula de sus pencas, el mixiote, se envuelve carne y se prepara un platillo homónimo; sus fibras secas se convierten en hilos; su piña o corazón cocido es un
rico alimento; desde la raíz hasta la savia es curativo, y el quiote —el tallo grueso y recto que brota desde su centro y alcanza los 10 metros— funge como material de construcción. ¡Hasta su plaga —un gusano conocido como chinicuil— se aprovecha en deliciosas recetas! “Gran virtud sale de este cardo”, dijo fray
Toribio de Benavente.
En Mesoamérica, el alcohol era considerado un medio para acercarse a los dioses. Por eso el pulque fue tan venerado, pero la conquista española le arrebató su atributo divino. De bebida reservada a las élites (se castigaba con la muerte a los plebeyos que la ingirieran) se volvió un producto embriagante popular
no solo entre los indígenas, sino entre todas las castas durante los tres siglos de dominación.
La corona española gravó este producto con tributos altísimos. Y aunque las autoridades virreinales satanizaban el fermento, poco a poco despojaron a los nativos del monopolio pulquero. Fue entonces cuando Apan, sitio que no puede dejar de mencionarse cuando se habla de esta historia, se llenó de impresionantes haciendas pulqueras.
La región prosperó tanto gracias al maguey y su bebida, que varias familias se hicieron millonarias. Tiempo después se les conocería como “la aristocracia pulquera”. Uno de esos clanes fue el de Ignacio Torres Adalid, “el rey del pulque”, quien contraería nupcias con Juana Rivas Mercado, hermana del arquitecto artífice de la victoria alada que aún refulge en la cima de la Columna de la Independencia, en la avenida Reforma de la Ciudad de México.
El pulque se consumía como ahora se toma el refresco. “Era el rey”, asegura Gómez Marín. Y
sí que lo era, pues tan solo en la capital se vendían 400, 000 litros a a la semana, dejando atrás a la leche, la cerveza y el vino.
Por siglos esta bebida fue un producto básico, como el maíz o el frijol. Era parte de la dieta de campesinos, obreros y de buena parte de la clase popular urbana. Se consumía mañana, tarde y noche, así que algunos expendios abrían 24 horas durante ciertos periodos, escribe Mario Rodríguez Rancaño, doctor en sociología e investigador de la Universidad Nacional Autónoma de México.
Había tantas pulquerías, que la ley pasó de 60 a 100 metros la distancia que se debía guardar entre ellas.
Desde el virreinato se orquestaron ofensivas (incluso se le atribuyeron aspectos demoniacos) y medidas legales contra este producto. Por eso, prensa, legisladores e intelectuales aseguraban que tras la caída de la Corona el país estaba perdido y los mexicanos se sumergían en los placeres del pulque. Insistían en que era el origen de problemas físicos y psicológicos y promotor del alcoholismo.
Le achacaron a sus consumidores una proclividad al crimen y al delito. Hasta José Vasconcelos diría que por culpa suya los habitantes del centro de México estaban incapacitados para unirse al Ejército.
Esas maledicencias se reprodujeron hasta el cansancio durante la primera década del siglo XX. Ante tales embestidas, los hacendados, con Torres Adalid a la cabeza, cerraron filas. En 1912, él invitó a Madero a conocer una moderna fábrica para la industrialización de los derivados del aguamiel y del pulque ubicada
en Apan. El presidente de México se sorprendió con la multitud de productos obtenidos de la savia del maguey y opinó que había gran futuro en esa industria, pero que no necesariamente hacía falta incrementar la producción del sector.
Tras el estallido de la Revolución Mexicana desaparecieron varias compañías expendedoras y comercializadoras del sector, así que el mercado se desestabilizó. Luego, el reparto agrario redujo las áreas destinadas al cultivo de maguey.
Además de campañas infames, el gobierno federal llegó al grado de ofrecer dinero por cada
planta muerta. La Secretaría de Agricultura pedía sembrar árboles en vez de magueyes. Gómez Marín cita, consternado, la frase propagandística: “El maguey es el enemigo del pueblo, el árbol es el amigo del pueblo”. Al parecer olvidaron que los primeros proporcionan tres veces más oxígeno, agrega.
Según el director del Museo del Pulque, entre 1936 y 1940 se devastaron millones de magueyes pulqueros en etapa productiva. La deforestación fue brutal. “Esos ejemplares donde no había nada; estaban generando vida y prosperidad, pero fueron deforestados”, lamenta.
El siglo XX marca la decadencia de la industria pulquera. Explotación desmedida, plantaciones inadecuadas, la preferencia por las fibras sintéticas, el largo retorno e la inversión. “Un maguey tarda por lo menos una década en madurar”, explica Javier, y da entre 500 y 1,000 litros de aguamiel solo
unos meses.
Al parecer, la violenta ofensiva difamatoria de la prensa y el gobierno contra la bebida ancestral del pueblo mexicano respondía al interés de introducir nuevos competidores, así que se optó por afirmar que el pulque era insalubre. Decían que era rebajado con agua y que se le agregaba excremento.
También hacían hincapié en el “vaseo”, que era la práctica de arrojar al contenedor los sobrantes de los
vasos a fin de volver a servirlos. La cerveza, por el contrario, se presentaba inmaculada. “Las botellas cerveceras deberían ser verdes o ámbar para proteger al contenido de la luz y prevenir alteraciones, pero la cerveza se presentaba en un envase transparente con objeto de que la gente viera que era un líquido limpio, a diferencia de la opacidad del barril pulquero, y se llegó a asegurar que le agregaban hasta heces de perro”, cuenta Gómez Marín.
Y fue así como el fuego amigo, porque las empresas cerveceras que la golpearon eran mexicanas, le dio el tiro de gracia a una tradición ancestral. De a poco, la gente desdeñó no solo una bebida, sino un alimento del que dicen le falta un grado para ser carne, pues cuenta con un alto contenido de minerales, aminoácidos, proteínas, enzimas, vitamina C y complejo B.
El futuro del maguey es incierto. Su situación es tan alarmante que desde 1989 fue declarado en peligro de extinción. Actualmente, ni la planta ni la bebida son negocio, pero existen personas que reconocensu grandeza ancestral y su capacidad de generar prosperidad, así que se niegan a dejar morir al “vino de la tierra”.
Un maestro tlachiquero, un pulquero, un coleccionista y una chef —cada uno desde su trinchera— le dan los primeros auxilios a una industria que, a pesar de haber tomado un nuevo aire en la última década, sigue moribunda.
Agustín Martínez se dedica a la que es, quizá, la actividad mesoamericana viva más antigua que existe: el tlachiqueo o raspado del maguey con el propósito de extraer el aguamiel.
La demanda de pulque en su terruño, San Andrés Calpan, Puebla, ya no es lo que era, así que este maestro tlachiquero dedica buena parte de sus tierras a otros cultivos más rentables, pero no se olvida de la bebida. Y cómo hacerlo, si le ha dedicado 50 años de su vida.
Conoce tan bien su oficio que sabe hasta a qué hora del día es de la mejor calidad. “Hay que tomarlo
fresco y muy temprano”, explica. Y es que, como todo fermentado, sigue en transformación. “Entre más dilate en tomarse más fuerte se pone, fuerte como limón. Y también el maguey se echa a perder de un día para otro; es como una vaca: si no la ordeñas a diario, se descompone su leche”.
Pese a todo, la producción pulquera local es insuficiente para la demanda, así que una parte de esta bebida proviene de Tlaxcala, confiesa Anastasio Pérez Martínez, pulquero que desde hace siete años reina detrás de la barra de El Encierro, quizá la pulquería más antigua de México, con más de un siglo de vida.
Como toda pulquería que se respete, los sanitarios están casi a la vista de todos; cuenta con una rocola, y de sus paredes cuelgan cuadros y espejos. “Así como en las iglesias muestran a las vírgenes, en las pulquerías las pinturas cuentan la historia de la reina Xóchitl, mientras que las lunas, espejos que en las tiendas colocan con objeto de ver quién roba, servían para que la gente se observara”, cuenta Gómez Marín, quien conoció el pulque gracias a sus abuelos.
Desde entonces creó un especial apego por esta bebida, lo que lo llevó a convertirse en el propietario de la colección más grande del mundo de objetos relacionados con el pulque. El acervo, reunido durante más de 30 años, se convirtió en el Museo del Pulque, que cuenta con más de 8,000 objetos y 5,000 libros de la inigualable y pícara cultura pulquera.
Gómez Marín es un apasionado de esta planta sagrada y sus derivados, pero sus esfuerzos a favor de este cultivo van más allá de un gusto o una afición. Este hombre sabe que el maguey es sinónimo de prosperidad. “Este cultivo es punta de lanza en el combate contra la pobreza y la desertificación nacional, pero ni por eso está contemplado en las políticas nacionales”, lamenta.
¿A qué sabe el maguey?
Así como se transforma en material para vivienda o en fibra para vestidos, el maguey es una maravilla alimenticia. La larva de uno de sus parásitos —la mariposa Aegiale hesperiaris— es un gusano comestible que ahora figura en los restaurantes más exclusivos. El quiote, así como sus pequeñas flores amarillas llamadas gualumbos o hualumbos, también son protagonistas de exquisitos platillos.
Liz Galicia era una niña cuando sus labios sintieron por primera vez la suave consistencia del pulque; su padre solía beberlo, así que se familiarizó con él. En Puebla ha sido un ingrediente constante en la gastronomía, sobre todo cuando se trata de marinar carnes, cuenta ella, quien ahora busca devolver a la bebida su merecida gloria dándola a conocer a través de maravillosas creaciones culinarias.
Cocinar con este patrimonio es un reto, confiesa, porque es una bebida viva. El sabor, la intensidad, la acidez, la graduación alcohólica, todo cambia porque continúa fermentándose, explica la chef ejecutiva de El Mural de los Poblanos. Pero con paciencia e imaginación ha logrado materializar preparaciones como los merengues de pulque o el chile pobre, un chile poblano relleno de frijoles y quesillo ahogado en salsa blanca de pulque de San Mateo Ozolco.
Liz, Javier, Agustín y Anastasio comparten la tristeza por el abandono del maguey y del pulque. Saben que todos somos responsables del olvido de esa planta mágica, pero también saben que todos tenemos la solución en las manos: consumir pulque, el sabor de México.
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